La historia de la masonería en México es amplia. El cura Miguel Hidalgo asistió a reuniones de masonería sin ser particularmente dedicado e incluso la Independencia debe a sus costumbres su consumación; Juárez no fue ejecutado por Maximiliano y este le devolvió el favor dándole el nombre de Justo Armas y enviándolo a otra nación; muchos presidentes más fueron masones y la logia vivió su época dorada en simbiosis con la política.
Pero hoy la masonería está reducida. Hace tiempo que el Opus Dei se jactó de poner a los presidentes entre 1988 y 2018 si bien en el intervalo Zedillo tuvo relación con estos grupos sin llegar a practicar sus supersticiones. AMLO es el primer presidente cristiano y en gobiernos progresistas así como demócrata-sociales, la injerencia de sociedades secretas es casi nula.
Precisamente su conjunción con la política fue la que llevó a la masonería al olvido. Primero porque el secreto pasó a ser discreto, luego fue indiscreto, y posteriormente fue un mero anecdotario, para que en segundo lugar los grados fueran otorgados a políticos y empresarios para ganar su simpatía, evitándoles los rituales que se supone estaban obligados a cumplir y el saber que se supone debían tener.
Hace 3 o 4 décadas, las logias se nutrían con intelectuales, políticos doctos y empresarios que dedicaban parte de su fortuna a la caridad. Hoy, están a punto de repartir volantes para que haya afiliados y puedan sostenerse sus gastos, no importando en qué parte del país se encuentren.
Su máximo representante en el país es precisamente Juárez y en su natalicio (más bien se festeja la primavera como uno de los rituales más antiguos de la humanidad) se conmemora la fiesta masónica nacional. Tal vez no tengan mucho qué celebrar, pero sí mucho qué trabajar para que al menos dejen de ser la logia menos influyente de las modernas (ambos rituales) y más importante, recobren sus principios de libertad, igualdad y fraternidad.